Churro, mediamanga, mangotero

Iba a una escuela situada en el Poblado, como se conocía al núcleo residencial construido para los empleados importantes de la empresa. Desde casa hasta allí había un kilómetro y medio que hacía con otros niños siempre andando.
Recuerdo las frías y húmedas mañanas de invierno y la niebla pegada a las orillas del río, el pasamontañas, los guantes y los sabañones en las orejas. Cuando el invierno pasaba y el tiempo mejoraba la vuelta devenía interminable, alargada con juegos de palos, latas, piedras y patacones amenizados con almendrucos cogidos en los almendros del borde del camino y, sobre todo, el desespero ante la terrible frase: ¡la cartera! Si, la cartera se había quedado olvidada en el suelo al fondo del camino y había que volver a buscarla, sólo y deprisa para dar alcance al resto de niños.
En el recreo el juego base era el churro. En general se jugaba de forma ordinaria pero no era extraordinario que se crearan piques entre equipos y acabara convirtiéndose en un juego cruel cuyo objetivo era baldar los riñones de la victima de turno. Eso se producía cuando el equipo que saltaba escogía al participante más  grande y pesado para hacerlo el primero; este se esforzaba para conseguir la máxima altura posible y caer en seco sobre la cintura de quien quería hundir. Y no siempre era evitable por más que se pusieran los jugadores más débiles los primeros en la fila.
Yo era un niño alto y delgado y no sentía gran afición por aquel juego que me daba bastante respeto por no decir miedo. Mi juego preferido en aquella época era cortar el hilo debido a mi agilidad y predisposición para correr.
Tuve dos maestros diferentes; dos maestros muy diferentes;  uno de churro y el otro de mangotero
Del primero lo más que recuerdo es el cachete que me dio un día por estar hablando en clase; ese único recuerdo quedó grabado indeleblemente cuando al quejarme a mi padre de lo que había sucedido este, abriendo el cajón de un armario y sacando un puro de él, me dijo: dáselo de mi parte al maestro. Nunca más volví a quejarme en casa.
Del segundo, aprendí a plantar tulipanes y que todo el conocimiento no estaba en los libros. Yo era un niño con afán de saber, que quería aprendérselo todo como sí, inocente de mí, el conocimiento fuera lineal o finito. Un día preguntó algo que ninguno supimos y yo, herido en mi orgullo, me quejé amargamente de que la respuesta a aquella pregunta no salía en el libro: yo me lo he leído todo - dije. No se enfadó por mi arrogancia sino que explicó: no está en el libro pero puede deducirse.
Después, nos enseñó a hacerlo.

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