Magia y acomodación

Mi abuelo materno, al que debo mi segundo nombre que sólo he utilizado para hacerlo pasar por apellido (Pascual) cuando quería evitar asociaciones de bases de datos, era un personaje importante en el pueblo.
Ejercía labores equivalente a las de Administrador o Jefe de Obra. Vivía en la casa de la Confederación que contaba con jardines, frontón, piscina y hasta casa de muñecas lo que, en los años cincuenta y en un pequeño pueblo de montaña, era de verdadero lujo.
Era también la casa de mi madre, su hermano y sus hermanas hasta que un conflicto familiar, del que yo era el núcleo fundamental, la llevó a una barraca de veinte metros cuadrados. Aunque, por este motivo, yo no vivía allí si recuerdo que pasaba tiempo en aquella casa en la que acabé viviendo años después con mi tía Cruz cuando la familia se dispersó con el fin de las obras.
Estando pues allí, un día mi abuelo llegó de la obra con un rollo de papel que no tenía color pero tampoco era blanco. Lo abrió, recortó un trozo del tamaño de una hoja, abrió un libro de cuentos  y lo puso sobre uno de los dibujos .Yo observaba con curiosidad y vi que a través de aquello podía verse el dibujo como si de un cristal se tratara.
Fue cuando él cogió un lápiz, lo deslizó por encima de las trazas del dibujo y  me lo dió, cuando apareció mi asombro: se podía dibujar copiando un dibujo existente.
Así empezó mi relación con el papel vegetal a los cuatro años. Quizás fue el origen de mi actividad profesional como delineante y, desgraciadamente,  un cómodo método  para evitar el esfuerzo de aprender a dibujar a mano alzada.
Siempre he pensado que es un ejemplo sencillo de como la técnica puede favorecer las cosas, por un lado, y hacernos abandonar actividades que tienen un valor intrínseco que no deberíamos perder.

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