El pueblo más próximo a Mediano era
Samitier. Mucho más grande, doblando o
triplicando la docena de familias del primero, disponía hasta de horno de pan y
además aún no estaba condenado a la extinción. Mí tío tenía familiares allí, como en
todos los pueblos. Fuimos pues a las fiestas.
El primer recuerdo me sitúa en una larga
mesa en la que no seríamos menos de veinticinco personas. A mi lado, un par de
niños de edad aproximada a la mía, quizás un poco mayores, me explicaban, y de
ahí deduzco sus edades, que las mujeres de piel muy pálida, como la chica que
se sentaba al fondo de la mesa, la eran porque hacían mucho uso del sexo. “Jodían
mucho”, decían.
Yo nunca había bebido vino. Me animaron a
hacerlo insistiendo que me gustaría y que, además, todo el mundo lo hacía, lo
que era cierto. En las fiestas, los niños campábamos a nuestras anchas, sin
ningún control por parte de los adultos. Eran días para el placer, consistente
en comer, beber y algo desconocido para mí que se expresaba a través de la
palabra joder.
El vino, sin ser dulce, mezclado con
gaseosa no resultaba desagradable. Así pues, acabé bebiéndome un par de vasos.
Conforme avanzaba la comida el jolgorio y
barullo aumentaban. La gente parecía estar pasándoselo bien y cada vez
gesticulaban más. Contaban chistes que no entendía pero que a ellos les
provocaban grandes carcajadas. La chica, la de la cara pálida, ya no lo
estaba. Tenía las mejillas sonrosadas y un par de mozos competían por hablar
con ella llamando su atención.
Yo permanecía callado, observando. Me
sentía como adormecido pero, al mismo tiempo, perceptivo como si estuviera de espectador
moviéndome por el escenario.
Los otros niños ya no estaban, algunas
personas se habían ido y allí, las personas que quedaban habían formado
pequeños grupos que parecían ignorase los unos a los otros.
Sin tomar la decisión, tomé el camino de
la plaza donde se hacía el baile. Una vez en la calle sentí el alivio del aire
fresco de la noche y, después de dar unos pasos, como la calle se movía de un
lado a otro. Cuando me paraba la calle parecía detenerse y al reanudar la
marcha volvía a tener dificultades. Después de dos o tres paradas con las
correspondientes reanudaciones intuí que era yo quien andaba de un lado a otro
y no la calle.
Tenía una ligera pendiente hacía arriba y
en el centro una hilera de muescas en la piedra del empedrado para facilitar
el paso de los mulos, así que fijando mi vista en ellas, conseguí dominar el
bamboleo de la calle y acceder a la plaza donde, otra vez mezclado con la
gente, me sentí recuperado hasta localizar un grupo de niños que jugaban entre
las balas de paja de un cobertizo.
Sólo recuerdo que reía mucho, una ligera
sensación de que me tomaban el pelo y varios revolcones y caídas sin que sintiera
ningún daño. Más tarde y ya tumbado en un lecho extraño, una habitación que se
movía a contra-ritmo de la cama sin llegar al mareo.
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