Bajando por el camino del lavadero se
llegaba hasta el río. A través del empedrado camino, pasábamos por debajo de la
gran higuera, aquella en la que un desdichado quiso observar como de un amigo
desnudo y encaramado en una rama, salía de entre sus posaderas aquello que
finalmente, por no apartarse a tiempo, acabó estrellado en su cara con gran regocijo
de toda la pandilla.
Tras un trecho y varias curvas
pronunciadas que permitían salvar el considerable desnivel hasta el río, el camino desembocaba
en una planicie poblada de zarzales,
juncos y arbustos de ribera a través de
la cual nos adentrábamos en el arenal,
que constituía las orillas del río. Más allá, la corriente había dejado
desnudo el lecho de guijarros, con pequeños rincones donde se mezclaban
piedras, arena y lodo.
Los baños de mañana, entorno al mediodía,
requerían decisión para enfrentarse al agua fría. Aún en pleno verano, las
cumbres más altas mantenían la nieve del invierno y el agua, deslizándose entre
cañones y meandros, llevaba sin haber tenido tiempo de templarse un poco. Los
pies, si permanecían mucho tiempo sumergidos adquirían con facilidad un ligero
color morado. A cambio, las mañanas ofrecían un agua mansa y la posibilidad de
cruzar con facilidad el río hasta el barrizal del otro lado.
En las épocas de lluvia, cuando aumentaba
considerablemente el caudal del río, se creaba una pequeña laguna natural entre
este y la ladera de rocosa de la montaña que, como si un gigante la hubiera
arrancado y clavado contra el suelo, hacía de fondo del paisaje. El agua, allí
acumulada, iba disminuyendo con el paso de los días dejando un fondo lechoso
formado por la arena más fina y sobre él, nos deslizábamos, revolcábamos y
embadurnábamos los unos a los otros en interminables sesiones de risa,
sensualidad y enfrentamiento.
El sol, tras el mediodía, había conseguido
calentar todos los recodos y el agua llegaba con una temperatura más agradable.
A cambio y fruto del deshilo, el caudal
aumentaba y con él la dificultad para cruzar de lado a lado. El lecho de
cantos rodados aconsejaba no fiarse del equilibrio ya que la fuerte corriente
tendía a llevarte hacía donde el río se estrechaba y era imposible mantenerse
derecho.
Así pues, tras los revolcones en el barro,
la vuelta añadía un plus de emoción. Cogidos, tres o cuatro, fuertemente por
las manos, cruzaban quienes no dominaban el nado haciendo cuña contra el ímpetu
del río. Los buenos nadadores se lanzaban en la parte superior y nadando en
diagonal, casi contra corriente, alcanzaban la orilla justo antes del rompiente
Ya en el otro lado, se cumplía el ritual
de estirarse en la arena hasta conseguir un perfecto secado que se revelaba
cuando esta se desprendía de la piel sin ningún esfuerzo. Una vez vestidos y
antes de iniciar el ascenso, ensartábamos a modo de rosario, en largos tallos
de espigas, las negras moras que nos comíamos por el camino.
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