Un trago de gaseosa

Las mujeres que iban al barranco a lavar la ropa, porque estaba mucho más cerca que el río, se habían parado para hablar en el borde del camino que se iniciaba justo delante de nuestra nueva casa. Al lado de ellas descansaban los cestos en los que llevaban la ropa que pensaban lavar.
En uno de ellos, asomaba por entre las prendas una botella que al mirarla con atención descubrí que era de gaseosa. Supongo que no lo pensé, simplemente me apeteció; cogí la botella, como pude abrí aquel cierre accionado con el mecanismo de alambre que tenían antes muchos envases de vidrio y, vigilando que nadie me viera, lo lleve a mis labios.
Al primer contacto con el liquido tuve una sensación desagradable que me impulsó a escupir con violencia, una y otra vez, sin que pudiera quitarme aquella sensación de suavidad desagradable en la boca. A continuación y como respuesta al ruido que estaba haciendo, todas la miradas giraron hacía mí que allí estaba escupiendo como un poseso con la botella en la mano.
La lejía, se ha bebido la lejía,- gritó muy preocupada la dueña de la botella.
Leche, hay que darle leche, - exclamó inmediatamente una segunda.
Me quitaron la botella, me dieron dos cachetes en el culo por sí no había entendido que aquello no debía hacerse y alguien trajo un vaso de leche que me obligaron a beber, después de hacerme enjuagar varias veces la boca.
La suavidad permanecía aunque lo más importante era ya el lloro por el susto.
La botella está como estaba, no se ha trabado nada - dijo con alivio la dueña de la botella.
Es que, ¿a quién se le ocurre poner la lejía en una botella de gaseosa? - comentó la de la leche.
Me llevaron hasta casa, el lloro ya era sólo lloriqueo y la boca ya no tenía aquel tacto tan suave del principio. 

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