La nave de adobe que había en la plaza de
la escuela se utilizaba como sala de fiesta o espectáculo. En realidad, el
único espectáculo consistía en las proyecciones de cine que, muy de tanto en
tanto, hacía un gitano que recorría los
pueblos a tal efecto. El fundamento del local era el baile de las fiestas
cuando el tiempo no permitía hacerlo en la plaza mayor o del ayuntamiento.
El local disponía al fondo de una tarima
levantada sobre pilares de ladrillo y que carecía de cerramiento. Como en
aquella sala, a diferencia de la plaza que contaba con bancos de piedra, no
había dónde sentarse para descansar o esperar la invitación al baile, las
chicas del pueblo apoyaban la espalda en la tarima y nosotros, los niños a los
que el baile nos tenía sin cuidado, nos metíamos por allí debajo y con la
excusa de jugar al escondite, intentábamos ver algo mirando por debajo de sus
faldas.
Entre
nosotros, nos avisábamos de las bragas que no habíamos visto y que suponíamos era porque no llevaban, cosa
probable, mientras ellas despreocupadas, nos dejaban acercar compitiendo por
ver quien no daba más taconazos.
Por lo que yo recuerdo, en aquella época
la música no cambiaba de un año para otro y a lo sumo, se añadía alguna canción
que se había puesto de moda. Aún no se había inventado la que conoceríamos
después como música moderna y todas las canciones se bailaban agarrados. Es
más, agarrarse parecía, por todos los comentarios que oía, el único objetivo
del baile. Según decían, había que ponerse algo duro en el bolsillo contrario
al que cargabas para conseguir que la chica, al notar el bulto, se arrimara al
otro lado.
Cuando el baile era en la plaza, nuestra
actividad erótica se trasladaba al camino del lavadero, que también llegaba hasta
el río, por el que solían meterse las parejas que, saliendo del baile, buscaban
lugares discretos para darse el lote y a las que intentábamos ver, más con la
imaginación que con los ojos.
Cada año, después de las fiestas, nuestra
información era reclamada y cotejada por las mujeres que, en la sombra y por la
tarde, hacían corros mientras cosían y escuchaban la radio en los portales.
Nuestro
verdadero objetivo, en aquellas noches de verano en las que, por ser fiesta, no
teníamos horario, era cazar un sapo para darle de fumar. El animal, al que
poníamos en la boca cigarrillo tras cigarrillo, iba tragándose el humo sin poderlo
expulsar y, de esta forma, se hinchaba cada vez más. Según decían, aunque no puedo confirmarlo, si
fumaba suficiente, horas después el animal acababa reventando.
Acostumbrados
a la muerte de los animales que nos rodeaban ya fuera para alimentarnos o por
necesidad, como era el caso cuando proliferaban en exceso perros y gatos, la
muerte de un animal como el sapo, al que muchos odiaban y el resto miraba con
asco, no nos provocaba ningún remordimiento.
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